AS CLAVES PARA ENTENDER LA PROTESTA SOCIAL EN UN PAIS SIN TRADICION DE RECLAMO DIRECTO
Título original: Brasil cruje
Aunque Brasil cuente con una sociedad civil variada y
densa, al mismo tiempo no está acostumbrado al reclamo directo y masivo en el
espacio público. Una historia de pactos entre elites, que son las que realmente
gobiernan.
Por José Natanson *
Las masivas movilizaciones registradas en los últimos
días en diferentes ciudades brasileñas producen desconcierto y una inevitable
perplejidad en el análisis, que debe evitar las conclusiones fáciles y los
paralelismos apresurados para avanzar con cuidado.
Señalemos primero que Brasil es un país que cuenta con
una sociedad civil variada y densa, que incluye desde expresiones territoriales
potentes como el Movimiento sin Tierra hasta una vasta red de organizaciones de
carácter religioso, sindical o étnico, muchas de ellas con una vitalidad
cultural asombrosa, pero que al mismo tiempo no está acostumbrado al reclamo
directo y masivo en el espacio público. La “política en las calles”, por usar
la fórmula que el sociólogo Fernando Calderón acuñó para Bolivia, pero que se
aplica perfectamente a países como Argentina o Venezuela, está ausente en
Brasil (salvo, claro, en el carnaval, esa ceremonia de inversión de roles –el
rico se disfraza de pobre, el pobre toma la ciudad que lo explota– en la que la
catarsis del baile precede siempre una vuelta a la dura normalidad).
Los motivos de este rasgo idiosincrático brasileño
habrá que buscarlos en una historia en la que el pueblo movilizado –o el pueblo
a secas– ocupa un lugar relativamente secundario, y en la que las que los
grandes cambios tendieron a procesarse a través de acuerdos cupulares
graduales, relativamente pacíficos y casi siempre lentos. En contraste con las
guerras sangrientas que marcaron la independencia de la América española, Brasil
se separó de Portugal por una decisión política de Pedro I, el príncipe
heredero, aceptada sin resistencia por su padre, y más tarde, en 1889, se
convirtió en república mediante una disposición no menos administrativa (esto
ha hecho que la historia brasileña sea una historia desprovista de héroes: no
hay allí ni un Bolívar ni un San Martín a los que venerar). Del mismo modo, la
versión brasileña del populismo, el varguismo, fue un movimiento popular,
redistributivo e incluyente, pero donde el componente movilizatorio estaba
notablemente atenuado (digamos: un peronismo sin 17 de octubre). Mucho más
tarde, la ebullición de los 60 creó un movimiento guerrillero entusiasta pero
disperso y sin fuerza, al menos en comparación con Argentina, Uruguay o Chile,
y luego la dictadura, aunque desde luego torturó y mató, no creó un sistema de
campos de concentración al estilo argentino ni desplegó, por ejemplo, un plan
sistemático de robo de niños. La recuperación de la democracia se realizó
también de manera serena y pacífica, “segura”, según la famosa definición de
Geisel, el general que la inició, a punto tal que, pese a los reclamos de la
población, el primer presidente democrático no fue elegido por voto directo
sino mediante el viejo sistema de colegio electoral creado por los militares.
Lo que quiero decir con esto es que la historia
brasileña es en esencia una historia de pactos entre elites, que son las que
realmente gobiernan Brasil, como no sucede en ningún otro país de la región
salvo los de Centroamérica. Y esto se explica básicamente por las
características de una estructura social en la que la distancia entre las
clases es oceánica: Brasil fue, de hecho, el último país latinoamericano en
abolir la esclavitud (fue en 1888 y, una vez más, mediante una decisión pactada,
que evitó por ejemplo los 360 mil muertos de la guerra civil que quince años
antes acabó con el flagelo en Estados Unidos).
Los efectos de esta tradición de cambios graduales son
paradójicos: si por un lado le ha permitido a Brasil evitar “pisos de
sufrimiento” como los registrados en Argentina (las luchas entre unitarios y
federales, la dictadura, Malvinas, el 2001), por otro lado limitó severamente
la incidencia de la población en las decisiones nacionales. La significativa
ausencia en Brasil de una Plaza de Mayo, ese centro simbólico de la política
argentina al que la gente marcha cada tantos años para festejar o voltear
gobiernos, no responde tanto una cuestión urbanística como de historia
política. Y también, claro, a la decisión de Kubitschek de trasladar la capital
al medio de la selva, explicable por la estrategia desarrollista de llevar la
civilización al desierto pero también por la intención de alejar el centro de
las decisiones políticas de las masas que habitan los grandes conglomerados urbanos
(en este sentido es interesante pensar qué hubiera pasado en la Argentina, por
ejemplo en diciembre del 2001, si se hubiera concretado el proyecto
alfonsinista de capitalizar Viedma).
Pero no nos desviemos. Mi argumento es que estos
rasgos típicamente brasileños explican la sorpresa que generan las
movilizaciones tanto como la reacción de la clase política, incluyendo a la
derecha. En efecto, alcanza con revisar la prensa de estos últimos días para
comprobar que los sectores más conservadores no saben bien qué hacer. Sucede
que el reclamo, aunque está básicamente dirigido al gobierno nacional, los
involucra, en la medida en que también apunta a gobiernos estaduales y
municipales bajo control de los partidos opositores, y además incluye una
impugnación general contra la clase política al estilo del “qué se vayan todos”
argentino. La comparación, sin embargo, apenas funciona. En contraste con lo
que sucede en Argentina, donde desde 17 de octubre hasta ahora los dirigentes
políticos están acostumbrados a valerse de la gente en las calles para empujar
sus objetivos, en Brasil la movilización social es un recurso que se utiliza
con mucho más cuidado, como si ante momentos de crisis las elites prefirieran
cerrarse sobre sí mismas (tal vez el único ejemplo moderno sea el impeachment a Collor, pero las marchas
lideradas por el PT sucedían cuando el establishment
ya le había soltado la mano). En este sentido, comparar las movilizaciones
brasileñas con los cacerolazos opositores argentinos, como intentaron aquí algunos
analistas un poco apurados, sería un error: no hay allí, por decirlo de algún
modo, una Patricia Bullrich dispuesta a instrumentar la protesta a su favor.
La complejidad también deriva del hecho de que, a
diferencia de lo que sucede en países con movimientos de “indignados” como
España, en Brasil no gobierna la derecha sino una presidenta de izquierda,
continuidad de un ciclo que combinó tasas muy moderadas de crecimiento (en los
últimos diez años Brasil creció en promedio la mitad que Argentina) con una
serie de avances sociales impresionantes. El ciclo del PT permitió que 35
millones de personas salieran de la pobreza, redujo la desigualdad a su nivel
más bajo desde los 60 y expandió una nueva clase media baja que hoy conforman
nada menos que 105 millones de brasileños y que ha generado un desembarco
plebeyo muy visible en espacios antes reservados a los blancos, como
universidades, restaurantes y aeropuertos. La presidenta, igual que Lula,
conserva una imagen pública excelente, incluso en los sectores medios urbanos.
El análisis debe entonces esquivar los caminos
directos (no se trata, al menos hasta ahora, de simples protestas de la clase
media ni de una rebelión de los pobres contra el gobierno) para recorrer
trayectos más sinuosos, señalando por ejemplo la conversión del PT de un
partido de oposición en un partido de gestión. Hasta la llegada de Lula al
poder, en el 2003, el PT y las organizaciones que controla, en particular la
CUT, podían canalizar políticamente el malestar social: había una opción de
izquierda a la cual apoyar y que generaba expectativa en millones de personas.
Desde hace ya diez años que esa opción no existe, y no porque el PT haya
defraudado esas esperanzas sino porque, como consecuencia de sus propios
éxitos, no ha habido lugar para la emergencia de una oposición sólida por
izquierda.
Al mismo tiempo, el PT produjo una renovación –siempre
siguiendo la pauta gradual y pacífica– de las elites gobernantes, que creó
nuevas zonas de confort para dirigentes que hoy viven un poco amodorrados en el
calor burocrático de un Estado que siempre ha sido muy generoso con quienes lo
integran, en el gobierno pero también en las empresas estatales, los
directorios de las compañías privadas, los bancos, los organismos
descentralizados, los fondos de pensión controlados por los sindicatos... Los
históricos núcleos de resistencia anticonservadores –el movimiento campesino,
el sindicalismo combativo, las iglesias progresistas– hoy forman parte del
núcleo de poder o son sus aliados. Y en ese sentido, un comentario adicional:
la idea de Lula como un obrero que llegó al poder es una construcción política
sólo a medias verdadera. Lula, por supuesto, nació en una familia pobrísima y
trabajó como tornero mecánico tras emigrar a San Pablo, como se cuenta con
ternura en El hijo de Brasil, pero fue la mayor parte de su vida un
sindicalista, con todo lo que implica en términos de estilo de vida, educación
política y roce internacional. A juzgar por su gestión, no olvidó sus orígenes
ni sus valores, pero esto no convierte a su gobierno en un gobierno de pobres y
obreros. El suyo fue, y el de Dilma lo es todavía más, un gobierno de
sindicalistas y burócratas.
En el medio, además, ocurrió algo notable. El PT,
históricamente apoyado por los trabajadores de las industrias modernas del
sudeste y los sectores medios progresistas, cambió su composición social hacia
los sectores más pobres del nordeste beneficiados por las políticas sociales
como el Bolsa Familia. Este cambio, catalizado por las denuncias de corrupción
contra Lula del 2005, se vio claramente en los comicios del año siguiente,
donde el oficialismo perdió en San Pablo y ganó en Bahía. En su notable libro
Los sentidos del lulismo, André Singer define este tránsito como el paso del
petismo al lulismo, que es el encuentro, a mitad de mandato, entre el líder y
una fracción de clase, el subproletariado, que rompe con el tradicional
caudillismo popularconservador para situarse bajo su órbita. Se trata, sin
embargo, de un lazo frágil, reflejo de una inclusión que se da esencialmente
vía consumo y que no ha sido acompañada por un esfuerzo militante equivalente
de construcción comunitaria y territorial (como sí hizo, con todos sus
problemas, el chavismo).
Rebobinemos entonces para concluir. Las crónicas desde
Brasil cuentan que el movimiento de protesta comenzó alrededor de un tema
puntual y en apariencia menor, un pequeño aumento del precio del transporte, y
se fue ramificando en una serie de reclamos muy diversos, que van desde la
salud y la educación hasta la corrupción y el despilfarro de recursos en la
infraestructura del Mundial y la olimpíadas. Se respira, dicen, un clima de
rechazo general a los políticos (militantes del PT y la CUT que querían sumarse
a las protestas fueron agredidos), con un fuerte protagonismo juvenil
construido horizontalmente a través de las redes sociales. Se trataría entonces
de la versión brasileña de la tendencia a la repolitización de las juventudes
observada en los últimos años en países tan distintos como Turquía y España,
Chile y Túnez, Portugal y Estados Unidos.
Por si hiciera falta, un elemento más para sumar a un
análisis que debe avanzar un poco a tientas ante la fluidez de una situación
inédita y sobre la cual es imposible extraer conclusiones limpias.
* Director de Le
Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.
Fonte: Página12
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