Más allá de los episodios de violencia policial que
las originaron, las protestas de estas semanas en Ferguson, New York y
California, entre otras ciudades norteamericanas, sacan a la luz una división
racial persistente que no deja de separar a blancos y negros, hasta el punto de
naturalizarse. Por qué un presidente negro no pudo, hasta ahora, cambiar esa
realidad
Por Silvia Pisani
Washington.- Bajo la lluvia invernal, decenas de
carteles se agitan frente a la explanada de la Casa Blanca. Es lo habitual en
esa suerte de "avenida de la libre opinión" en que ha devenido el
paseo frente a la residencia presidencial, donde, bajo la atenta mirada de
policías y francotiradores, se sabe que todo mensaje -el que sea-, tarde o
temprano, llegará a destino. Es parte de la rutina en esos metros
supervigilados y devenidos, por hábito, en podio internacional de la libre
expresión. Nunca el clamor llama allí la atención; al contrario, el murmullo de
la protesta suele ser la música de todos los días. Pero si esta vez la cosa
suena disonante y extraña es por la paradoja que encierra. Una de esas curvas
de la historia que dan vuelta lo andado y lo ponen en duda.
Si hace seis años allí los carteles
celebraban el "Yes, we can" ("Sí, podemos") de un
presidente que abría la esperanza al cambio y progreso más profundo en este
país, el "We can't breathe" ("No podemos respirar") de esos
carteles bajo la lluvia parecía marcar el límite justo y preciso de aquel sueño
inicial. El que se abrió con la llegada del primer presidente negro a la Casa
Blanca, para devolverlo, en estos días, convertido en la amarga intuición de
que ni siquiera ese histórico paso puede revertir la carga del racismo que aún
pesa en esta sociedad. Que no alcanza un presidente negro, como Obama. Ni un
fiscal negro, como Eric Holder; ni un alcalde de Nueva York con un hijo negro,
como Bill de Blasio, para equiparar por completo las cosas.
"Los Estados Unidos han cambiado
mucho en los últimos sesenta años de historia en lo que concierne a la lucha
contra la discriminación", dice a la nacion Roland Roebuck, uno de los más
activos promotores de la comunidad afroamericana en esta ciudad. "Pero una
cosa es desterrar el racismo de Estado, contra el que se avanza con
legislación, y otra muy distinta es el racismo social. Ése es más difícil y ese
persiste", asegura.
El "No puedo respirar" de los
carteles frente a la Casa Blanca repite la leyenda de otros tantos enarbolados
a lo largo del país en la nueva oleada de protestas contra la discriminación.
Evocan, a su vez, en potente eslogan, la última frase que pronunció Eric
Garner, el afroamericano que murió asfixiado por la toma de ahorcamiento que le
practicó el policía que lo detuvo por una infracción menor: vender cigarrillos
en la vía pública.
Ocurrió en Staten Island, el más olvidado
de los cinco distritos de la ciudad de Nueva York, y la muerte -con el espanto
de su agonía previa y la vana súplica ("No puedo respirar, agente, por
favor, no puedo respirar")- fue captada en video por un testigo
circunstancial y se volvió viral. Es difícil encontrar a alguien por aquí que
no la haya visto, que no se haya indignado hasta la médula y, sobre todo, que haya
sido capaz de imaginar la misma escena si el que estaba en el piso, agonizando
a manos de un policía, era un blanco y no un negro.
"Todos sabemos que difícilmente ese
ahorcamiento y esa muerte hubieran ocurrido de haber sido Garner de raza
blanca", observó Eugene Robertson, ex subeditor de The Washington Post y
hoy uno de sus columnistas estrella. "Su único crimen fue haber sido
negro", ironizó.
La muerte de Garner ocurrió en julio
pasado, en pleno verano. Pero las protestas de estos días fueron no por su muerte,
sino porque un jurado decidió que no había razón para acusar a Daniel Pantaleo,
el policía que le practicó la llave de asfixia. "No se ha violado ninguna
ley", fue el veredicto, pese a que las maniobras de ese tipo están
prohibidas hace años. Similar fue el desenlace en Ferguson, Missouri, donde
otro jurado decidió lo mismo con el policía Darren Wilson, que mató a balazos a
Michael Brown, un afroamericano de 18 años que estaba desarmado. Lo mismo
ocurrió antes en Florida, donde el jurado exculpó al vigilante privado que mató
a balazos a Trayvon Martin, un adolescente negro de 16 años porque "se
sintió amenazado".
De todas esas muertes -y de la
coincidente exculpación de los matadores que las siguieron- fue la de Garner,
en Staten Island, la que levantó las protestas más extendidas a lo largo del
país. También, la que concitó la mayor adhesión de blancos, según revelaron, en
forma coincidente, sondeos de las cadenas Bloomberg y ABC. De modo más
espontáneo, una cadena de mensajes por Twitter apuntó a lo mismo. Con la
convicción de que, en esta sociedad, los blancos pagan menos por delinquir que
los negros, el hashtag #Crimingwhilewhite (Delinquir siendo blanco) hizo furor
con una marea de "confesiones" en las que tuiteros blancos
"confesaban" crímenes colectivos en los que la policía solamente
castigaba al negro. Imposible saber si todos los casos eran ciertos.
Posiblemente, no. Pero no hay duda de que el fenómeno, llevado a la portada de
los principales medios del país, refleja una corriente demasiado arraigada como
para ponerla en duda.
Es lo mismo que dice el presidente Barack
Obama cuando reconoce que él mismo "podría haber corrido la misma
suerte" que Trayvon Martin. O cuando el alcalde Bill de Blasio cuenta que,
junto con su mujer, negra, enseñaron muy bien a su hijo "cómo comportarse
ante la policía para no terminar muerto" si lo detienen. Un
"adiestramiento" que incluye no protestar, no reclamar, no moverse,
no intentar tocar su teléfono ni hacer gesto alguno que pudiera llevar a generar
la mínima duda de que lo que hay enfrente es "un negro peligroso".
La confesión de De Blasio fue criticada
por la policía. Pero el alcalde no hizo más que poner en palabras lo que muchos
saben en esta sociedad. Que si uno es negro, mejor cuidarse. "Cuando salgo
a trotar por la noche, con una capucha y ropa de gimnasia, me cuido muy bien de
tener el menor incidente con la policía. Por las dudas", confesó a la
nacion uno de los directivos de un reconocido centro de estudios de esta ciudad
que, al igual que Obama, es hijo de madre blanca y padre negro.
Hace pocos meses, el país celebraba y se
felicitaba por el medio siglo transcurrido desde la gran marcha por los
derechos civiles que, con Martin Luther King a la cabeza, concluyó en esta
ciudad. Fue el día de su más celebrado discurso. Aquel que llamaba a
"subir desde el valle desolado y oscuro de la segregación". El que
hablaba de un sueño, del día en que "los hijos de los antiguos esclavos y
de los antiguos dueños de esclavos puedan sentarse juntos a la mesa de la
fraternidad". Era el año 1963. Pasaría otro más para que se firmara el
Acta de los Derechos Civiles, hace ahora exactamente medio siglo. Rubricada por
el presidente Lyndon Johnson y por el propio pastor, declaraba ilegal la
discriminación basada en la raza, el color, la religión, el sexo o la
nacionalidad.
SIEMPRE UN PASO ATRÁS
Las cosas han mejorado
claramente desde entonces. Pero son muchos todavía los sufrimientos y la
desigualdad que padece la población negra en este país. En menor grado, también
la sufren los hispanos. "Lo que se vive es una enorme desigualdad. Hay una
marginación económica y social", asegura Roebuck. Las estadísticas le dan
la razón y señalan la persistencia de una discriminación de la que no siempre
se habla.
En estos días, especialmente, se habla de
desigualdad en materia de seguridad. Se sacuden las planillas de entidades
privadas y oficiales según las cuales los negros cumplen penas de prisión un 20
por ciento más largas que los blancos por el mismo crimen. No sólo eso: son
ellos los que ocupan con más persistencia las cárceles, según se desprende de
una reciente encuesta del FBI según la cual del total de detenidos en el país
más del 30 por ciento es de origen afroamericano, lo que representa el doble de
su proporción demográfica, que es del 13,1 por ciento.
En la misma línea de razonamiento, un
hombre de raza negra tiene seis veces más posibilidades de ser encarcelado que
uno blanco, y 2,5 veces más que uno latino, según los datos recopilados por The
Sentencing Project, una entidad civil experta en cuestiones carcelarias.
Son tasas incluso peores que en los años
de segregación racial. Todo ello se traslada directamente a la composición de
las cárceles: en 2012 un 36,5% de los reclusos eran negros -casi tres veces más
que su peso en el conjunto de la población del país ese año-, un 33,1% eran
blancos-casi la mitad de su proporción del 63% en el censo- y un 22% eran
latinos -el 16,9% de la población-. Dicho de otro modo, un 3,1% de los negros
están presos; un 1,3% de los latinos, y un 0,5% de los blancos.
La desigualdad se extiende a otros
ámbitos. Negros y latinos tienen menos ingresos anuales, menos patrimonio y
menos acceso a la educación, a la salud pública y al empleo que los blancos.
Son, en definitiva, mucho más pobres.
Esas diferencias no sólo persisten hoy,
cinco años después de que un afroamericano asumiera por primera vez la
presidencia de los Estados Unidos, sino que crecieron de a poco a tal punto
que, en 2013, sólo el 25% de los negros decía que la situación de la gente de
su misma raza era mejor que en 2009 (ese año lo dijo el 39%), de acuerdo con un
estudio del Centro de Investigaciones Pew.
En esto también hay matices. Porque otro
de los fenómenos de los últimos años es una aguda "estratificación"
dentro de esa población. "Se puede decir que la situación mejoró en
conjunto, pero con diferencias. Ahora hay una clase alta, otra media y una baja
entre los negros. Antes, las tres cabían en una", advierte Robert Stepo,
académico de estudios afroamericanos en Chicago.
Una estratificación a la que se asocian
historias de enorme esfuerzo y éxito igualmente grande. El caso de Obama
ejemplifica, mejor que ninguno, el tránsito de los negros de la esclavitud al
poder. Su testimonio fue precedido por el de figuras como la ex secretaria de
Estado Condoleezza Rice o el ex jefe de las fuerzas armadas Colin Powell. Pero,
para la gran mayoría silenciosa, las estadísticas muestran cuán lejos se está
aún del discurso de Martin Luther King.
Ésa es la realidad de la que se habla
menos que de los escándalos. Como describió Mary Curtis, una conocida
comentarista de temas raciales, "nunca hablamos de eso hasta que algo nos
lo recuerda". Los casos de brutalidad que ahora sacuden y movilizan al
país en protestas son una nueva muestra de ello. Hace un año, ocurrió algo
parecido al celebrarse el medio siglo del discurso de King. Hubo, entonces, un
profundo -y no del todo alentador- debate sobre lo que aún resta recorrer. Algo
parecido ocurrió, meses atrás, con el fallo de la Corte Suprema de Justicia,
que dejó la puerta abierta al final de la llamada "acción positiva",
que reserva cupos de ingreso a estudios y empleo para personas de raza negra.
"Si no fuera por esa norma, muchos
no podrían acceder a estudios superiores", sostuvo la jueza hispana Sonia
Sotomayor, una de las voces disidentes. En cambio, su colega negro, Clarence
Thomas, votó sin problemas por el final de un sistema del que él mismo se
benefició para acceder a los estudios que, luego, lo convirtieron en el único
magistrado negro del tribunal.
"La marginación económica impide la
igualdad", dice Roebuck, y afirma que en algunos aspectos incluso se
agravó. Los 19.000 dólares de ingresos anuales que hace 50 años había de
diferencia entre las familias blancas y negras hoy representan a valores
constantes más de 27.000, de acuerdo con el Centro Pew. En 1970, la tasa de
pobreza entre los negros era del 33,6%. La última medición pública, de hace dos
años, es más alta: ahora es del 35%.
Muchos pensaron que la llegada de Obama
terminaría con todo eso. "No hay una América blanca y una negra, somos un
solo país", dijo quien, desde que llegó a la presidencia, evitó poner el
foco específicamente en la discriminación racial. Al contrario, llamó a los
negros a no caer en el "victimismo" e hizo hincapié en la necesidad
de crear puestos de trabajo y oportunidades que terminen con la desigualdad.
Nadie sabe muy bien en qué terminará la
efervescencia social de estos días. Pero, si bien con una misma raíz
discriminatoria, los frentes son tantos -policial, económico, educativo, carcelario,
laboral, médico- que difícilmente una sola medida otorgue la respuesta por la
que se clama desde hace décadas. Aquel "yo tengo un
sueño" que aún sigue retumbando.
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