Título original: La canonización de Mandela
por Wilfredo Mattos
Cintrón
13 de Diciembre de 2013
No se trata de nada nuevo. Ya lo había advertido Lenin
al inicio de su clásico, El estado y la revolución. A los revolucionarios,
después de muertos, se les canoniza. Después de recordar cómo se les perseguía
en vida, nos dice: “Después de su muerte, se intenta convertirlos en iconos
inofensivos, canonizarlos…”. Hay pues, dos formas de matar a un revolucionario:
se les asesina de un tiro como a Filiberto Ojeda, o se espera a que mueran y se
les van limando esas asperezas que tanto disgustan a sus detractores. Como un
río que con las fuerzas de sus aguas va lamiendo las rugosidades de una roca
hasta dejarla lisa, todas las aristas cortantes se eliminan. Así se convierte
al revolucionario en un osito de peluche ideológico al cual abrazarse en las
oscuras noches cuando amenazan los fantasmas de la revolución.
Cuando en 1989 publiqué mi novela El cuerpo bajo el
puente, se la dediqué a Nelson Mandela, Alejandrina Torres y Filberto Ojeda. No
faltó quien me objetara haber puesto juntos al Ghandi africano y a Filiberto
Ojeda, líder de los Macheteros. Sin embargo, al día de hoy considero que existe
una relación entre ambos a pesar de los escenarios históricos distintos que les
tocó vivir. Ninguno de los dos objetaba la lucha armada como la opción de un
pueblo oprimido, pero ambos la interpretaban según su particular concepción de
la historia de su país. Recuerdo que en una conversación que tuve con
Filiberto, me precisaba que lo que ellos ejercían era más propiamente
propaganda armada, concepción popularizada entonces por el MIR chileno que
subrayaba más el contenido propagandístico de la acción armada que la construcción
de un poder ejercido por las armas. Era su forma de enfrentar y desenredar el
nudo gordiano de la situación histórica puertorriqueña.
Se trataba de un ejercicio que debía llevarse con
extremo cuidado, sin desbordamientos que ocasionasen muertes inútiles. Fue algo
que no siempre se logró. La violencia tiene esos bordes difusos donde es fácil
resbalar hacia el despeñadero. Pero al tratar de mantener ese lábil balance
Filiberto demostraba que había también algo de Mandela en él.
Para Mandela la situación se presentaba distinta.
Alrededor del 80% de la población sudafricana era negra: una inmensa mayoría
que había sufrido vejámenes y humillaciones a manos de la minoría blanca.
Mandela comprendió como pocos el carácter explosivo de esa situación. La
historia, desde la revuelta de esclavos liderada por Espartaco, pasando por las
rebeliones campesinas europeas en el medioevo, hasta las revoluciones
americanas en Haití y en el continente, demostraba que una vez en el camino de
la violencia, las masas humilladas y resentidas por los abusos podían llegar a
unos extremos inauditos de venganza contra sus opresores. Una vez desatada ese
tipo de violencia, es difícil detenerla. Siempre le ha sido fácil a los
opresores señalar esa violencia feroz y desorbitada y olvidar las causas que la
engendraron.
Mandela comprendió que si la violencia es partera de
la historia, hay parteras y parteras. Unas extraen la criatura del vientre de
la madre con lujo de fuerza mientras que otras lo hacen con sutileza. Él
prefirió que la nueva Sudáfrica no naciera de un baño de sangre que habría
facilitado su aislamiento de una comunidad internacional que haría caso omiso
de los atropellos que lo había provocado.
Se quiere olvidar, pasar rápidamente por alto que, al
momento de la detención que lo condujo a una sentencia de cadena perpetua, era
el jefe del brazo armado del ANC y que después de su liberación no condenó la
lucha armada como opción. Sabía que detrás del ramo de olivo que le tendía a
los personeros del apartheid éstos sabrían detectar, en el trasfondo de sus
palabras, la existencia de ese otro camino. Para fortalecer esa opción, después
de excarcelado hizo una visita repleta de significados. Viajó hasta la única
nación que no acudió a África en busca de bienes materiales, que fue a aquellas
tierras no para sacar sino para dar, que llevó allí a sus hijos para luchar por
la independencia y la soberanía de los pueblos africanos. Viajó a Cuba para
agradecer el hecho histórico de la derrota del ejército sudafricano. Sabía que
tanto la intervención cubana, como la creciente beligerancia de la masas negras
desposeídas, eran elementos que estaban en la trastienda mental de la
disposición de un grupo de dirigentes blancos de Sudáfrica para buscar una
salida al apartheid. Como no hay que ser mezquino, habrá que reconocer, como él
mismo lo hizo, el valor de gente como de Klerk, que supieron entender la
situación que se les presentaba y actuar consecuentemente. No por reconocer el
componente de autoprotección en sus decisiones se deba obviar y desmerecer el
camino que tomaron para facilitar la abolición del apartheid.
No hay duda de que Mandela tenía un lado inmensamente
tierno: su fácil y contagiosa sonrisa que ilumina a quienes lo contemplan, su
enorme comprensión de la negociación como arte para buscar atajos incruentos en
las difíciles luchas por la emancipación social y política, su gran aprecio por
la vida humana de propios y contrincantes, su gran sabiduría al buscar caminos
para atraer a sus opositores. Pero todo eso se montaba en algo no dicho: o se
abren generosamente los caminos para todos o sobreviene el diluvio. Había
algo de Filiberto en Mandela.
Ahora, como parte del proceso de canonización, también
acudirán al entierro de Mandela los representantes de naciones que lo combatieron
y denostaron en el pasado. Entre ellos estará Barack Obama, presidente negro de
EEUU que se reclama su seguidor. Si de verdad quiere hacerle un homenaje a
Nelson Mandela, algo superior a la corona de flores fúnebres que él y su esposa
depositarán en la tumba, podría decretar la excarcelación de varios de los
presos políticos que cumplen largas condenas en las cárceles estadunidenses: el
independentista puertorriqueño Oscar López Rivera, el militante negro Mumia
al-Jamal, el activista indio Leonard Peltier, los héroes cubanos Gerardo
Hernández, Ramón Labañino, Antonio Guerrero y Fernando González (René González
ya salió depués de haber cumplido su condena), y los detenidos en la infame
cárcel de Guantánamo. Como reza el dicho castellano: hechos son amores y no
buenas razones.
Fonte: 80 Grados
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