Y si el fascista es un
burgués asustado, ¿qué es lo que lo asusta? En principio, la inseguridad, la
posibilidad de perder sus privilegios de clase
11/11/2013
(Resumen de la
ponencia presentada en la mesa redonda Crisis capitalista, fascismo y poder
popular, el 8 de noviembre de 2013)
Si hubiera que definir el fascismo en pocas palabras
(en dos palabras, que es la definición mínima, pues una sola palabra no sería
una definición sino un sinónimo), cabría decir que un fascista es un burgués
asustado.
Tal vez parezca una definición muy amplia, que
situaría el número de fascistas, solo en el Estado español, en el orden de los
millones o las decenas de millones; pero puesto que el capitalismo es la matriz
del fascismo y el fascismo es la ultima ratio del capitalismo, cualquier
persona que asuma las normas y valores del sistema se convertirá en un fascista
en potencia, cuando no en acto.
Y si el fascista es un burgués asustado, ¿qué es lo
que lo asusta? En principio, la inseguridad, la posibilidad de perder sus
privilegios de clase, su mezquino “bienestar”; pero este miedo, en el fascismo
-y esta es una de sus características más definitorias y definitivas- se
materializa en un Gran Enemigo, un enemigo interno o externo en el que se ve la
causa de todos los males y al que hay que destruir a toda costa. Un enemigo
taimado y perverso con el que no se puede dialogar ni negociar, un enemigo
homologable con el mal absoluto, es decir, demoníaco. La mitificación y
demonización del enemigo ha sido siempre y sigue siendo una de las más claras
señas de identidad del fascismo.
En el caso concreto del fascismo español, ese enemigo
demoníaco fue durante cuatro décadas el comunismo (y pronto volverá a serlo).
Tras la farsa de la “transición democrática” y la domesticación del comunismo
institucional, el papel de demonio se transfirió a la violencia disidente (lo
que el poder llama “terrorismo”), y muy concretamente a ETA. Pero tras la
práctica desaparición de la “amenaza terrorista”, lo que el poder llama
“extrema izquierda” (es decir, la izquierda real) pronto recuperará sus cuernos
diabólicos, y un observador atento se dará cuenta de que ya empiezan a
despuntar (en este sentido, es notable -aunque nada sorprendente- el
paralelismo entre el fascismo español y el estadounidense, que también empezó
demonizando el comunismo para, tras el desmembramiento de la Unión Soviética,
convertir el “terrorismo islámico” en el nuevo demonio; y, siguiendo con el
paralelismo, es previsible que también en Estados Unidos, y teniendo en cuenta
lo que está ocurriendo en Latinoamérica, el comunismo recupere pronto sus
cuernos).
Pero el fascismo -la burguesía asustada- no se
conforma con inventarse un Gran Enemigo a la medida de su cobardía, sino que ve
amenazas por todas partes, en todo lo diferente; todo lo que pone en cuestión
las normas y valores en que se basa su ficticia seguridad le provoca un miedo
irracional y exasperante, una auténtica fobia patológica. Por eso el fascista
es xenófobo, racista y sexista; por eso es dogmático, violento y autoritario,
tanto en un sentido activo como pasivo: quiere imponerse por la fuerza, pero
también quiere someterse a una autoridad indiscutible; como señaló Erich Fromm,
el miedo del fascista es en gran medida miedo a la libertad (tanto a la
libertad ajena como a la propia).
¿Y dónde están los fascistas del siglo XXI? ¿Quiénes
son? Al oír, hoy, la palabra fascismo, tendemos a pensar en organizaciones de
extrema derecha e individuos fácilmente reconocibles por sus signos externos:
cruces gamadas, banderas preconstitucionales, consignas xenófobas, agresiones
brutales… Pero, sin minimizar la gravedad de estas expresiones extremas, el
verdadero problema hay que verlo en el profundo arraigo del fascismo en todos
los estamentos y niveles de nuestra sociedad; un arraigo tan profundo que, de
alguna manera y en alguna medida, afecta a la gran mayoría de la población y se
manifiesta en conductas y actitudes que tendemos a considerar “normales” (y por
desgracia lo son en el sentido estadístico del término). Entre los rasgos más
arraigados y preocupantes de esta generalizada fascistización de la sociedad,
cabe destacar los siguientes: el dogmatismo, la competitividad exacerbada, el
machismo, el racismo y la xenofobia, el puritanismo y el carnivorismo.
Dogmatismo
La palabra “dogma” remite directamente a la religión,
y tendemos a considerar que quienes no acatan la doctrina y la autoridad de la
Iglesia, o de cualquier otra institución religiosa, se libran del dogmatismo;
pero, lamentablemente, no es así. Toda creencia inamovible, toda convicción
inasequible a la discusión o la crítica, toda verdad que se tiene por absoluta
supone, en última instancia, una forma de dogmatismo. Y solo la ciencia -y no
siempre- es plenamente coherente con la noción de que no hay verdades absolutas
y definitivas, sino únicamente interpretaciones provisionales más o menos eficaces.
Por eso Marx y Engels propugnaron un socialismo científico, y por ende libre de
dogmas. Y por eso tenemos que seguir trabajando en esa línea para lograr, entre
otras cosas, que el marxismo deje de ser, como lo es para muchos izquierdistas,
una doctrina en lugar de una herramienta.
Competitividad
Como en los demás animales gregarios, la conducta del
ser humano con respecto a sus semejantes - es decir, su conducta social - se
mueve a lo largo del eje colaboración-competencia.
Los lobos colaboran para cazar y luego se disputan el
mejor bocado; pero la colaboración siempre prevalece sobre la competencia, y
las peleas entre lobos rara vez tienen un desenlace fatal (decía Hobbes,
citando a Plauto, que el hombre es un lobo para el hombre; ojalá fuera cierto).
Pero el capitalismo, al identificar el éxito con la acumulación de poder y
riquezas, exacerba la competencia hasta extremos que resultan desestructurantes
para el individuo y autodestructivos para la especie. Para la lógica
capitalista, que es la matriz del fascismo, triunfar es estar por encima de los
demás y tener más que los demás (en lugar de ser más con los demás). Y esta
lógica perversa se manifiesta en fenómenos tan aceptados socialmente como los
deportes agonísticos o el tan cacareado “espíritu olímpico”. Cuando el deporte
deja de ser una mera combinación de juego y ejercicio y se convierte en
violencia ritualizada, en una batalla en la que el principal objetivo es
derrotar a un adversario (“¡A por ellos!”), lo que debería ser un sano
entretenimiento se convierte en una aberración.
Machismo
Patriarcado, capitalismo y fascismo son inseparables y
se generan (y re-generan sin cesar) mutuamente. Gracias a las luchas, a menudo
heroicas, y al trabajo teórico del feminismo -la principal fuerza transformadora
del siglo XX y lo que va del XXI- la situación ha cambiado mucho en las últimas
décadas; pero el machismo sigue siendo una de las mayores lacras, si no la
mayor, de casi todas las sociedades. El miedo a lo diferente, a lo ajeno, a lo
otro, que es una de las características básicas del fascismo, llega al extremo,
en el fascista varón (y la mayoría de los fascistas son varones), de incluir en
su rechazo irracional la irreductible otredad de lo femenino. Pero aunque solo
los fascistas declarados suelan ser conspicuamente machistas, no nos engañemos:
todos los varones (y no pocas mujeres) lo somos en alguna medida. Y, por
supuesto, entre las manifestaciones más repugnantes del machismo hay que
incluir la homofobia.
Racismo
En una de las dependencias del Memorial del Holocausto
de Jerusalén hay dos puertas de salida con sendos rótulos; en uno pone
“Personas sin prejuicios raciales” y en el otro “Personas con prejuicios
raciales”. Naturalmente, todos intentan salir por la primera puerta; pero no
pueden hacerlo, pues está cerrada con llave. Y si alguien le pregunta a los
empleados del museo por qué está cerrada esa puerta, le contestan: “Porque las
personas sin prejuicios raciales no existen”. Valga en este caso lo dicho sobre
el machismo: en las últimas décadas se ha avanzado mucho en la lucha contra el
racismo y la xenofobia; pero, de alguna manera y en alguna medida, el recelo
ante lo étnica y culturalmente distinto sigue vivo en la inmensa mayoría de la
gente.
Puritanismo
En el puritanismo confluyen el miedo a lo diferente (y
una forma de ser diferente es no acatar la moral sexual cristiano-burguesa), el
autoritarismo represor y el machismo. El machismo, sí, pues el puritanismo
expresa, ante todo y sobre todo, el miedo a la libertad sexual de las mujeres y
el deseo de reprimirla. Y una forma de puritanismo especialmente preocupante,
en la medida en que afecta incluso a algunos sectores de la izquierda, es la
criminalización de la prostitución y las consiguientes medidas o propuestas
abolicionistas. La prostitución es una lacra social, como lo son (aunque de
distinta manera), el alcoholismo, el tabaquismo u otras drogodependencias; pero
la criminalización y el abolicionismo represivo, tanto respecto a la
prostitución como a las drogas, son puro fascismo.
Carnivorismo
El carnivorismo, perfecta metáfora (o metonimia) del
capitalismo depredador y de la sociedad de consumo, es una aberración ética,
dietética, económica, ecológica y sanitaria, y por ende política. Producir un
kilo de proteína animal supone el gasto -el despilfarro- de hasta diez kilos de
proteína vegetal, con lo que también se decuplica el consumo de agua y de
energía. Decía Isaac Bashevis Singer (que sufrió en carne propia los rigores
del nazismo) que con respecto a los animales todos somos nazis. Y mientras no
superemos esta forma resistente y ampliamente generalizada de fascismo
interespecífico, no podremos transformar radicalmente la sociedad. El
socialismo, única alternativa a la barbarie capitalista, no puede ser
dogmático, ni violento, ni machista, ni xenófobo, ni racista, ni puritano, y
tampoco puede ser consumista, ni carnívoro, ni especista.
Antes de que empecéis a lanzarme a la cabeza objetos
contundentes, aclararé que no estoy diciendo que todos los carnívoros, los
aficionados al fútbol o los que consumen más de lo necesario (que en los países
ricos somos la inmensa mayoría) sean fascistas. Sencillamente, hay conductas y
actitudes que tienden a perpetuar el orden establecido y otras que tienden a
transformar la sociedad. Y en este sentido, como decía Sartre, todos somos
medio cómplices y medio víctimas del sistema (aunque no hay que entender lo de
medio y medio en el sentido literal del cincuenta por ciento: algunas personas
son muy cómplices y muy poco víctimas, y viceversa).
Y aunque no estéis de acuerdo con algunos de mis
argumentos, espero que sí lo estéis sobre la necesidad de que la izquierda
reflexione a fondo sobre estas y otras cuestiones básicas, incluyendo en dichas
reflexiones una autocrítica sistemática y rigurosa. Solo así podremos derrotar
al omnipresente fascismo del siglo XXI y controlar al pequeño fascista que
llevamos dentro.
Fonte: La Haine
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