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sábado, 6 de outubro de 2012

HOBSBAWM (1917 – 2012)


Osvaldo Coggiola

Que la muerte de un historiador ocupe la primera página de diarios del mundo entero no es cosa de todos los días. Marxista y vinculado al Partido Comunista inglés (o a lo que de él sobró) durante toda su vida adulta, autor de una obra monumental, política e intelectualmente activo hasta su muerte a los 95 años, profesor universitario emérito, todo esto fue señalado en las notas necrológicas que le fueron consagradas, sin hablar de la enorme cantidad de premios y galardones que obtuvo en vida, a veces concedidos por representantes de instituciones y gobiernos que, con certeza, jamás habían leído una sola de las miles de páginas que salieron de su pluma, ni tenían ninguna proximidad con la izquierda, el marxismo, o cosa remotamente parecida. Hasta gobiernos del más diverso tipo, sin embargo, emitieron notas de pesar y condolencia por su muerte.
La prensa de derecha se encargó de subrayar su fidelidad al «totalitarismo comunista», y alguna prensa de izquierda su silencio sobre el stalinismo y sus crímenes. Al referirse al asunto, Hobsbawm dijo que « para hablar del gulag hubiera debido escribir cosas difíciles de decir para un comunista sin tocar mi militancia o la sensibilidad de mis compañeros », una afirmación que no caracteriza, precisamente, a una mente brillante, o a un historiador comprometido con la verdad. El crítico inglés Terry Eagleton apuntó que, en su última tentativa de revalorizar el marxismo para comprender la era contemporánea (Como Cambiar el Mundo, una colección de viejos y nuevos ensayos publicada en 2011), Hobsbawm, como siempre, evitó confrontarse con la crítica marxista al stalinismo, o sea, con Trotsky, cuya trayectoria y obra trató brevemente, con superficialidad, en Era de los Extremos (1914-1991). A pesar de la enorme cantidad de temas que abordó en sus libros y artículos sobre la era moderna y contemporánea, la Revolución de Octubre nunca estuvo entre sus temas centrales (lo poco que dijo al respecto, por otro lado, no se caracterizó por la riqueza o la originalidad).
La obra de Hobsbawm, por otro lado, es enorme y rica. En parte inspirada por el marxismo, en parte por su propia trayectoria de vida. Eric John Ernest Hobsbawm (Obstbaum) nació en Alejandría (Egipto, entonces protectorado británico) en 1917, en una familia de origen judío, y se educó en Austria y Alemania, donde, miembro de la Sozialistischer Schülerbund, asistió al ascenso y victoria del nazismo.[1] Se mudó a Inglaterra con su familia, para huir de la persecución antisemita. Allí se incorporó al Partido Comunista en 1936 y mantuvo su afiliación mucho después que la burocracia rusa aplastó el levantamiento húngaro en 1956 (aplastamiento que Hobsbawm acogió “con el corazón pesado”) y la “Primavera de Praga” en 1968, aunque tomó distancia con las dos intervenciones, sin romper con el partido, como si lo hicieron muchos de sus colegas intelectuales comunistas (Christopher Hill o E. P. Thompson). La burocracia de la URSS premió la fidelidad de Hobsbawm no publicando jamás en ruso ninguna de sus obras (traducidas a más de cincuenta idiomas) ni siquiera un mísero artículo.
Concluyó sus estudios en Cambridge, a cuya cátedra aspiró, sin jamás conseguirla (por el boicot de la derecha académica). A partir de 1947 se tornó profesor conferencista de historia en el Birkbeck College, en Londres, donde permaneció gran parte de su vida. Fue miembro creador del Grupo de Historiadores del Partido Comunista, con Christopher Hill, Rodney Hilton, A. L. Morton, E. P. Thompson, John Saville y Raphael Samuel, entre otros, grupo que en 1952 fundó la revista Past & Present. Su primer libro, Labour’s Turning Point (de 1948) foi una colección editada de documentos del socialismo fabiano; poco después fue publicado un debate famoso del que participó sobre las consecuencias de la Revolución Industrial, al que se siguieron otro sobre la transición del feudalismo al capitalismo, y otro sobre los orígenes de la Revolución Industrial. Sobre sus colegas ingleses Hobsbawm poseía la ventaja, después decisiva, de su carácter de poliglota y su formación de base pluricultural (sus años egipcios y alemanes, con la experiencia decisiva del nazismo) que le dieron una “abertura al mundo” que sus compañeros no consiguieron (a veces, ni buscaron).
En las décadas de 1950 y 1960 se consagró a trabajos sobre la clase y el movimiento obrero, en especial en Inglaterra, durante los siglos XVIII y XIX. Muy ricos y, hasta cierto punto, metodológicamente originales, sus trabajos (artículos) de esa época fueron reunidos después en varios volúmenes de amplia difusión (Mundos del Trabajo, Trabajadores, Revolucionarios). A la vieja (y no académica) historia del movimiento obrero centrada sobre sus “instituciones” (sindicatos, partidos, líderes, episodios marcantes – huelgas e insurrecciones) Hobsbawm y otros historiadores contraponían un nuevo tipo de historia obrera y popular, inspirada en los avances de la historiografía académica, basada en la investigación de fuentes primarias de todo tipo, en la cual las condiciones materiales de vida, las prácticas cotidianas, hábitos, costumbres y cultura, ganaban su debido lugar, contribuyendo para una reconstrucción histórica mucho más precisa, no dogmática o hagiográfica (como era típico en la historiografia socialdemócrata-laborista, o peor todavía, stalinista) de la historia de la clase obrera.
El punto máximo de esa nueva historiografía, sin embargo, no fueron los trabajos de Hobsbawm, sino la magna opus de Edward Palmer Thompson, The Making of the English Working Class, publicada en 1963. La obra alcanzó difusión mundial en la década siguiente, contribuyendo, de modo involuntario (en especial en América Latina), al ser interpretada unilateralmente, a crear una historigrafía obrera despolitizada, basada en una ridícula y cretina contraposición entre “cultura” y “política”, franca y estúpidamente reaccionaria, y siempre pálida imitación (papagayada) del modelo metropolitano. Los trabajos paralelos de Hobsbawm, al contrario, se destacan por la constante preocupación política, el señalamiento del enfrentamiento (lucha) de clases en cada aspecto de la vida obrera, y sus consecuencias políticas.
Hobsbawm, por otro lado, amplió considerablemente, en la década de 1960, la investigación histórica de los orígenes y manifestaciones de la rebeldía social contemporánea, ganando entonces su obra una proyección mundial, con obras como Primitive Rebels (1959) o Bandits (1968). En Primitive Rebels realizó un relato muy original de las sociedades secretas y las culturas milenaristas del Sur de Europa, retomando la cuestión en Captain Swing, un estudio detallado de la protesta rural al início del siglo XIX en Inglaterra, en coautoria con George Rudé. En Bandidos, la síntesis incluyó al “mundo periférico”, llegando a afirmaciones casi ingenuas (o exageradas) al atribuir carácter de “rebelión social” a los briganti italianos (los mismos que Engels, en polémica con Bakunin, calificaba contemporáneamente de vulgares bandidos) o, como fue recientemente bien puntualizado por Luiz Bernardo Pericás, a los cangaceiros brasileños (que Hobsbawm llegó casi a asimilar a la rebelión de los “tenientes”). Simultáneamente Labouring Men apareció en 1964 (Worlds of Labour, otra compilación, seria publicado en 1984) y, sobre todo, su primer gran trabajo de síntesis histórica mundial, Industry and Empire, fue publicado en 1968.
Esa obra abrió el camino para el gran trabajo de síntesis de la historia contemporánea que hizo a Hobsbawm mundialmente famoso, y lectura obligatoria desde la década de 1970, los libros “La Era de la Revolución” (1789 – 1848), “La Era del Capital” (1848 – 1875), “La Era de los Imperios” (1875 – 1914) y “La Era dos Extremos” (1914 – 1991). Para el muy conservador (por no decir derechista) historiador inglés Niall Ferguson, esos libros son “el mejor punto de partida para cualquier persona que desee comenzar a estudiar la historia moderna”. ¿Como conciliar esa afirmación con el carácter supuestamente marxista de esas obras? En el obituario redactado por Martin Kettle y Dorothy Wedderburn, en The Guardian, se lee: “Si Eric Hobsbawm hubiese muerto 25 años atrás, las necrologías lo describirian como el historiador marxista británico más notable y terminarían más o menos por allí. Pero al morir ahora, a los 95 años, había alcanzado una posición única en la vida intelectual de su país. En los últimos años, era el historiador británico más respetado de cualquier tipo, reconocido (si no aprobado) tanto por la izquierda como por la derecha” (itálico nuestro).
La “cuadrilogia” de Hobsbawm es un tour de force sin paralelos en la historiografía contemporánea, marxista o no. La agenda de la obra, su periodización del capitalismo, es claramente de inspiración marxista: la victoria, estabilización, expansión mundial y, finalmente, decadencia del capitalismo, ocupando cada una un volumen. La obra, sin embargo, no es una “vulgata” marxista (de ahi, entre otras virtudes, su gran éxito), sino, como el propio Hobsbawm definió, haute vulgarisation. Hobsbawm partió de las tesis del materalismo histórico (que dominaba amplia y sofisticadamente, como lo demuestra, por ejemplo, su edición e introducción a los escritos de Marx sobre las sociedades precapitalistas) para confrontarlas e iluminarlas a la luz de todos los avances y trabajos recientes de la historiografía académica (los cuatro volúmenes son totalmente basados en fuentes secundarias), construyendo un relato sintético magistral, de una erudición sin precedentes en relación a los períodos considerados, y de magnífica fluidez lógica y literaria.
Nunca el “marxismo académico” o la síntesis histórica contemporánea alcanzaron ese nivel; los textos sintéticos de Hobsbawm se transformaron así en referencia académica obligatoria, en momentos en que las matrículas en las universidades batían records en el mundo entero, y se transformaron en manuales en los más diversos países, en facultades y hasta escuelas secundarias (e inspirando, también, otros manuales de calidad inferior, que en buena parte eran copias de los textos de Hobsbawm): nunca un historiador académico profesional había alcanzado tal grado de difusión escolar (y, con la expansión de la escuela, también de difusión popular). Hobsbawm continuó escribiendo (mucho) cabiendo mencionar, destacadamente, su coordinación de la monumental Historia del Marxismo, realizada inicialmente para la editora del PC italiano, en tiempos de su vínculo privilegiado (y esperanzoso) en el efímero “eurocomunismo”.
¿Cabe afirmar entonces, como lo hacen los compañeros de Radical Socialist, que “la debilidad de Hobsbawm fue {solo} su “lectura” sobre el siglo XX, la Revolución Rusa y el stalinismo”?[2] En realidad, para dar un brillo académico inédito al marxismo, Hobsbawm pagó también un precio, que permea toda la obra. Al tomar en cuenta la mayor cantidad de interpretaciones posibles para cada fenómeno o proceso, valorizando las virtudes de cada una, Hobsbawm cayó con frecuencia en una suerte de eclecticismo teórico, a veces rayano en el relativismo. Esto es visible inclusive en su interpretación de las revoluciones burguesas, o de la “dupla revolución” (económica y política, inglesa y francesa) que dieron origen a la era contemporánea (capitalista).
Su interpretación del imperialismo capitalista, por ejemplo, partió de la “gran depresión” económica del último cuarto del siglo XIX, que dio origen a la exportación de capitales, pero concede a ese factor tanto peso cuanto a las cuestiones de prestigio y orgullo nacional (obviamente existentes, e imprescindibles en cualquier análisis) que animaron a las potencias capitalistas en la corrida colonial. Su análisis de las causas “económicas” del imperialismo es, por otro lado, básicamente descriptiva (o sea, no secuenciada lógica y causalmente). Todo esto, y no solo su no ruptura con el stalinismo, tuvo peso en su análisis del capitalismo del siglo XX.
En La Era dos Extremos, su texto consagrado al “corto siglo XX”, las limitaciones de Hobsbawm como marxista (y también como historiador) se manifiestan más abiertamente, no solo en su análisis de la Revolución Rusa y el stalinismo. En el análisis de la Primera Guerra Mundial es concedida preeminencia causal a una diseminación de la “cultura de la violencia”, herencia del período precedente. El siglo XX no es el teatro histórico de la decadencia capitalista, sino, en consonancia con lo precedente, el siglo de las masacres y los genocidios, ejecutados industrialmente, lo que, siendo perfectamente real, aparece separado de la dinámica histórica del capitalismo. Su análisis de la crisis de 1929 y la depresión de la década de 1930 mezcla todas las interpretaciones ya realizadas, sin decidirse por ninguna (ni superando cualquiera de ellas).
Los acontecimientos de 1989-1991, que concluyeron con el fin de la URSS, y según Hobsbawm cierran el “corto siglo XX”, fueron interpretados realmente por Hobsbawm como siendo el fin del socialismo (o del comunismo) – o sea, la victoria (histórica) del capitalismo. Y se preguntó: ¿qué sobró para los vencidos? En textos poco posteriores, incluyendo un Manifiesto por la Historia (obviamente contrapuesto a las tesis del “fin de la Historia” de Fukuyama y otros plumíferos de menor valía que desfilaron durante el carnaval intelectual “neoliberal”) Hobsbawm concluyó reivindicando la tradición iluminista, y adscribiendo el marxismo (o lo que de él sobrara) a esa tradición, como una especie de “avatar radical” de ella. Ya nada había de marxismo, en sentido estricto, en todo ésto, sino una vaga simpatía moral por los combates emprendidos otrora en su nombre.
Era más que una manifestación tardia. Hobsbawm nunca abrazó el anticomunismo, pero sí se definió claramente como ex comunista, “por lealtad a una gran causa, por lealtad con todos los que por ella sacrificaron la propia vida, amigos y compañeros muertos, que sufrieron cárcel y torturas, tanto en los regimenes comunistas como en los capitalistas. ¿Me arrepiento? No. Sé perfectamente que la causa que abracé demostró que no funciona. Tal vez no hubiera debido abrazarla.  Pero, por otro lado, si los hombres no nutren el ideal de un mundo mejor, pierden algo. Me parece que la humanidad no podría funcionar sin las grandes esperanzas, sin las pasiones absolutas”. Proponer una (falsa) ilusión podría, tal vez, alimentar una actitud o revuelta individual, pero no sería, con certeza, un medio para reconstruir un movimiento histórico.
Hobsbawm, felizmente, vivió lo suficiente como para ver la explosión y el desarrollo de una nueva crisis histórica y mundial del capitalismo, en la primera década del siglo XXI, que si no lo llevó a corregir sus afirmaciones precedentes, lo llevó a proponer una nueva vigencia del marxismo, aunque de modo no claramente definido, y sin superar las limitaciones ya enunciadas: “Socialism has failed. Now capitalism is bankrupt. So what comes next?”, se preguntó. No tuvo tiempo, o fuerza, suficientes como para buscar una respuesta.
Pocas mentes del siglo XX hubieran merecido, como la suya, vivir más de cien años. Hobsbawm, mal o bien, enfrentó todos los problemas de nuestra era, dejándonos una obra sin par, que debe, sin embargo, ser criticada y superada. Por historiadores, ciertamente, por direcciones políticas y culturales a la altura de las tareas de la nueva etapa histórica, por las centenas de miles de jóvenes que lo leen en todo el mundo, por el movimiento real y consciente de crítica radical e incesante de lo real.

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