Osvaldo Coggiola
Que la muerte de un historiador ocupe la primera
página de diarios del mundo entero no es cosa de todos los días. Marxista y
vinculado al Partido Comunista inglés (o a lo que de él sobró) durante toda su
vida adulta, autor de una obra monumental, política e intelectualmente activo
hasta su muerte a los 95 años, profesor universitario emérito, todo esto fue
señalado en las notas necrológicas que le fueron consagradas, sin hablar de la
enorme cantidad de premios y galardones que obtuvo en vida, a veces concedidos
por representantes de instituciones y gobiernos que, con certeza, jamás habían
leído una sola de las miles de páginas que salieron de su pluma, ni tenían
ninguna proximidad con la izquierda, el marxismo, o cosa remotamente parecida.
Hasta gobiernos del más diverso tipo, sin embargo, emitieron notas de pesar y
condolencia por su muerte.
La prensa de derecha se encargó de subrayar su
fidelidad al «totalitarismo comunista», y alguna prensa de izquierda su
silencio sobre el stalinismo y sus crímenes. Al referirse al asunto, Hobsbawm
dijo que « para hablar del gulag hubiera debido escribir cosas difíciles de
decir para un comunista sin tocar mi militancia o la sensibilidad de mis
compañeros », una afirmación que no caracteriza, precisamente, a una mente brillante,
o a un historiador comprometido con la verdad. El crítico inglés Terry Eagleton
apuntó que, en su última tentativa de revalorizar el marxismo para comprender
la era contemporánea (Como Cambiar el Mundo, una colección de viejos y nuevos
ensayos publicada en 2011), Hobsbawm, como siempre, evitó confrontarse con la
crítica marxista al stalinismo, o sea, con Trotsky, cuya trayectoria y obra
trató brevemente, con superficialidad, en Era de los Extremos (1914-1991). A
pesar de la enorme cantidad de temas que abordó en sus libros y artículos sobre
la era moderna y contemporánea, la Revolución de Octubre nunca estuvo entre sus
temas centrales (lo poco que dijo al respecto, por otro lado, no se caracterizó
por la riqueza o la originalidad).
La obra de Hobsbawm, por otro lado, es enorme y rica.
En parte inspirada por el marxismo, en parte por su propia trayectoria de vida.
Eric John Ernest Hobsbawm (Obstbaum) nació en Alejandría (Egipto, entonces
protectorado británico) en 1917, en una familia de origen judío, y se educó en
Austria y Alemania, donde, miembro de la Sozialistischer Schülerbund, asistió
al ascenso y victoria del nazismo.[1] Se mudó a Inglaterra con su familia, para
huir de la persecución antisemita. Allí se incorporó al Partido Comunista en 1936
y mantuvo su afiliación mucho después que la burocracia rusa aplastó el
levantamiento húngaro en 1956 (aplastamiento que Hobsbawm acogió “con el
corazón pesado”) y la “Primavera de Praga” en 1968, aunque tomó distancia con
las dos intervenciones, sin romper con el partido, como si lo hicieron muchos
de sus colegas intelectuales comunistas (Christopher Hill o E. P. Thompson). La
burocracia de la URSS premió la fidelidad de Hobsbawm no publicando jamás en
ruso ninguna de sus obras (traducidas a más de cincuenta idiomas) ni siquiera
un mísero artículo.
Concluyó sus estudios en Cambridge, a cuya cátedra
aspiró, sin jamás conseguirla (por el boicot de la derecha académica). A partir
de 1947 se tornó profesor conferencista de historia en el Birkbeck College, en Londres,
donde permaneció gran parte de su vida. Fue miembro creador del Grupo de
Historiadores del Partido Comunista, con Christopher Hill, Rodney Hilton, A. L.
Morton, E. P. Thompson, John Saville y Raphael Samuel, entre otros, grupo que
en 1952 fundó la revista Past & Present. Su primer libro, Labour’s Turning
Point (de 1948) foi una colección editada de documentos del socialismo fabiano;
poco después fue publicado un debate famoso del que participó sobre las
consecuencias de la Revolución Industrial, al que se siguieron otro sobre la
transición del feudalismo al capitalismo, y otro sobre los orígenes de la
Revolución Industrial. Sobre sus colegas ingleses Hobsbawm poseía la ventaja,
después decisiva, de su carácter de poliglota y su formación de base pluricultural
(sus años egipcios y alemanes, con la experiencia decisiva del nazismo) que le
dieron una “abertura al mundo” que sus compañeros no consiguieron (a veces, ni
buscaron).
En las décadas de 1950 y 1960 se consagró a trabajos
sobre la clase y el movimiento obrero, en especial en Inglaterra, durante los
siglos XVIII y XIX. Muy ricos y, hasta cierto punto, metodológicamente
originales, sus trabajos (artículos) de esa época fueron reunidos después en
varios volúmenes de amplia difusión (Mundos del Trabajo, Trabajadores,
Revolucionarios). A la vieja (y no académica) historia del movimiento obrero
centrada sobre sus “instituciones” (sindicatos, partidos, líderes, episodios
marcantes – huelgas e insurrecciones) Hobsbawm y otros historiadores
contraponían un nuevo tipo de historia obrera y popular, inspirada en los
avances de la historiografía académica, basada en la investigación de fuentes
primarias de todo tipo, en la cual las condiciones materiales de vida, las
prácticas cotidianas, hábitos, costumbres y cultura, ganaban su debido lugar,
contribuyendo para una reconstrucción histórica mucho más precisa, no dogmática
o hagiográfica (como era típico en la historiografia socialdemócrata-laborista,
o peor todavía, stalinista) de la historia de la clase obrera.
El punto máximo de esa nueva historiografía, sin
embargo, no fueron los trabajos de Hobsbawm, sino la magna opus de Edward
Palmer Thompson, The Making of the English Working Class, publicada en 1963. La
obra alcanzó difusión mundial en la década siguiente, contribuyendo, de modo
involuntario (en especial en América Latina), al ser interpretada
unilateralmente, a crear una historigrafía obrera despolitizada, basada en una
ridícula y cretina contraposición entre “cultura” y “política”, franca y
estúpidamente reaccionaria, y siempre pálida imitación (papagayada) del modelo
metropolitano. Los trabajos paralelos de Hobsbawm, al contrario, se destacan
por la constante preocupación política, el señalamiento del enfrentamiento
(lucha) de clases en cada aspecto de la vida obrera, y sus consecuencias
políticas.
Hobsbawm, por otro lado, amplió considerablemente, en
la década de 1960, la investigación histórica de los orígenes y manifestaciones
de la rebeldía social contemporánea, ganando entonces su obra una proyección
mundial, con obras como Primitive Rebels (1959) o Bandits (1968). En Primitive
Rebels realizó un relato muy original de las sociedades secretas y las culturas
milenaristas del Sur de Europa, retomando la cuestión en Captain Swing, un
estudio detallado de la protesta rural al início del siglo XIX en Inglaterra,
en coautoria con George Rudé. En Bandidos, la síntesis incluyó al “mundo
periférico”, llegando a afirmaciones casi ingenuas (o exageradas) al atribuir
carácter de “rebelión social” a los briganti italianos (los mismos que Engels,
en polémica con Bakunin, calificaba contemporáneamente de vulgares bandidos) o,
como fue recientemente bien puntualizado por Luiz Bernardo Pericás, a los
cangaceiros brasileños (que Hobsbawm llegó casi a asimilar a la rebelión de los
“tenientes”). Simultáneamente Labouring Men apareció en 1964 (Worlds of Labour,
otra compilación, seria publicado en 1984) y, sobre todo, su primer gran
trabajo de síntesis histórica mundial, Industry and Empire, fue publicado en
1968.
Esa obra abrió el camino para el gran trabajo de
síntesis de la historia contemporánea que hizo a Hobsbawm mundialmente famoso,
y lectura obligatoria desde la década de 1970, los libros “La Era de la
Revolución” (1789 – 1848), “La Era del Capital” (1848 – 1875), “La Era de los
Imperios” (1875 – 1914) y “La Era dos Extremos” (1914 – 1991). Para el muy
conservador (por no decir derechista) historiador inglés Niall Ferguson, esos
libros son “el mejor punto de partida para cualquier persona que desee comenzar
a estudiar la historia moderna”. ¿Como conciliar esa afirmación con el carácter
supuestamente marxista de esas obras? En el obituario redactado por Martin
Kettle y Dorothy Wedderburn, en The Guardian, se lee: “Si Eric Hobsbawm hubiese
muerto 25 años atrás, las necrologías lo describirian como el historiador
marxista británico más notable y terminarían más o menos por allí. Pero al
morir ahora, a los 95 años, había alcanzado una posición única en la vida
intelectual de su país. En los últimos años, era el historiador británico más
respetado de cualquier tipo, reconocido (si no aprobado) tanto por la izquierda
como por la derecha” (itálico nuestro).
La “cuadrilogia” de Hobsbawm es un tour de force sin
paralelos en la historiografía contemporánea, marxista o no. La agenda de la
obra, su periodización del capitalismo, es claramente de inspiración marxista:
la victoria, estabilización, expansión mundial y, finalmente, decadencia del
capitalismo, ocupando cada una un volumen. La obra, sin embargo, no es una
“vulgata” marxista (de ahi, entre otras virtudes, su gran éxito), sino, como el
propio Hobsbawm definió, haute vulgarisation. Hobsbawm partió de las tesis del
materalismo histórico (que dominaba amplia y sofisticadamente, como lo
demuestra, por ejemplo, su edición e introducción a los escritos de Marx sobre
las sociedades precapitalistas) para confrontarlas e iluminarlas a la luz de
todos los avances y trabajos recientes de la historiografía académica (los
cuatro volúmenes son totalmente basados en fuentes secundarias), construyendo
un relato sintético magistral, de una erudición sin precedentes en relación a
los períodos considerados, y de magnífica fluidez lógica y literaria.
Nunca el “marxismo académico” o la síntesis histórica
contemporánea alcanzaron ese nivel; los textos sintéticos de Hobsbawm se
transformaron así en referencia académica obligatoria, en momentos en que las
matrículas en las universidades batían records en el mundo entero, y se
transformaron en manuales en los más diversos países, en facultades y hasta
escuelas secundarias (e inspirando, también, otros manuales de calidad
inferior, que en buena parte eran copias de los textos de Hobsbawm): nunca un
historiador académico profesional había alcanzado tal grado de difusión escolar
(y, con la expansión de la escuela, también de difusión popular). Hobsbawm
continuó escribiendo (mucho) cabiendo mencionar, destacadamente, su
coordinación de la monumental Historia del Marxismo, realizada inicialmente
para la editora del PC italiano, en tiempos de su vínculo privilegiado (y
esperanzoso) en el efímero “eurocomunismo”.
¿Cabe afirmar entonces, como lo hacen los compañeros
de Radical Socialist, que “la debilidad de Hobsbawm fue {solo} su “lectura”
sobre el siglo XX, la Revolución Rusa y el stalinismo”?[2] En realidad, para
dar un brillo académico inédito al marxismo, Hobsbawm pagó también un precio,
que permea toda la obra. Al tomar en cuenta la mayor cantidad de
interpretaciones posibles para cada fenómeno o proceso, valorizando las
virtudes de cada una, Hobsbawm cayó con frecuencia en una suerte de
eclecticismo teórico, a veces rayano en el relativismo. Esto es visible
inclusive en su interpretación de las revoluciones burguesas, o de la “dupla
revolución” (económica y política, inglesa y francesa) que dieron origen a la
era contemporánea (capitalista).
Su interpretación del imperialismo capitalista, por
ejemplo, partió de la “gran depresión” económica del último cuarto del siglo
XIX, que dio origen a la exportación de capitales, pero concede a ese factor
tanto peso cuanto a las cuestiones de prestigio y orgullo nacional (obviamente
existentes, e imprescindibles en cualquier análisis) que animaron a las
potencias capitalistas en la corrida colonial. Su análisis de las causas
“económicas” del imperialismo es, por otro lado, básicamente descriptiva (o
sea, no secuenciada lógica y causalmente). Todo esto, y no solo su no ruptura
con el stalinismo, tuvo peso en su análisis del capitalismo del siglo XX.
En La Era dos Extremos, su texto consagrado al “corto
siglo XX”, las limitaciones de Hobsbawm como marxista (y también como
historiador) se manifiestan más abiertamente, no solo en su análisis de la
Revolución Rusa y el stalinismo. En el análisis de la Primera Guerra Mundial es
concedida preeminencia causal a una diseminación de la “cultura de la
violencia”, herencia del período precedente. El siglo XX no es el teatro
histórico de la decadencia capitalista, sino, en consonancia con lo precedente,
el siglo de las masacres y los genocidios, ejecutados industrialmente, lo que, siendo
perfectamente real, aparece separado de la dinámica histórica del capitalismo.
Su análisis de la crisis de 1929 y la depresión de la década de 1930 mezcla
todas las interpretaciones ya realizadas, sin decidirse por ninguna (ni
superando cualquiera de ellas).
Los acontecimientos de 1989-1991, que concluyeron con
el fin de la URSS, y según Hobsbawm cierran el “corto siglo XX”, fueron
interpretados realmente por Hobsbawm como siendo el fin del socialismo (o del
comunismo) – o sea, la victoria (histórica) del capitalismo. Y se preguntó:
¿qué sobró para los vencidos? En textos poco posteriores, incluyendo un
Manifiesto por la Historia (obviamente contrapuesto a las tesis del “fin de la
Historia” de Fukuyama y otros plumíferos de menor valía que desfilaron durante
el carnaval intelectual “neoliberal”) Hobsbawm concluyó reivindicando la
tradición iluminista, y adscribiendo el marxismo (o lo que de él sobrara) a esa
tradición, como una especie de “avatar radical” de ella. Ya nada había de
marxismo, en sentido estricto, en todo ésto, sino una vaga simpatía moral por
los combates emprendidos otrora en su nombre.
Era más que una manifestación tardia. Hobsbawm nunca
abrazó el anticomunismo, pero sí se definió claramente como ex comunista, “por
lealtad a una gran causa, por lealtad con todos los que por ella sacrificaron
la propia vida, amigos y compañeros muertos, que sufrieron cárcel y torturas,
tanto en los regimenes comunistas como en los capitalistas. ¿Me arrepiento? No.
Sé perfectamente que la causa que abracé demostró que no funciona. Tal vez no
hubiera debido abrazarla. Pero, por otro
lado, si los hombres no nutren el ideal de un mundo mejor, pierden algo. Me
parece que la humanidad no podría funcionar sin las grandes esperanzas, sin las
pasiones absolutas”. Proponer una (falsa) ilusión podría, tal vez, alimentar
una actitud o revuelta individual, pero no sería, con certeza, un medio para
reconstruir un movimiento histórico.
Hobsbawm, felizmente, vivió lo suficiente como para
ver la explosión y el desarrollo de una nueva crisis histórica y mundial del
capitalismo, en la primera década del siglo XXI, que si no lo llevó a corregir
sus afirmaciones precedentes, lo llevó a proponer una nueva vigencia del
marxismo, aunque de modo no claramente definido, y sin superar las limitaciones
ya enunciadas: “Socialism has failed. Now
capitalism is bankrupt. So what comes next?”, se preguntó. No tuvo tiempo, o fuerza, suficientes como para buscar
una respuesta.
Pocas mentes del siglo XX hubieran merecido, como la
suya, vivir más de cien años. Hobsbawm, mal o bien, enfrentó todos los
problemas de nuestra era, dejándonos una obra sin par, que debe, sin embargo,
ser criticada y superada. Por historiadores, ciertamente, por direcciones
políticas y culturales a la altura de las tareas de la nueva etapa histórica,
por las centenas de miles de jóvenes que lo leen en todo el mundo, por el
movimiento real y consciente de crítica radical e incesante de lo real.
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