Vivek Chibber*
Le Monde
Edición Nro 179 - Mayo de 2014
Al sobrevalorar las particularidades culturales y asimilar el
universalismo a una forma de eurocentrismo imperialista, las teorías
poscoloniales arrojan, apresuradamente, las herramientas de análisis marxistas
al desván de las cosas obsoletas.
Se niegan a admitir, así, la esencia universal del capitalismo. Después
de un invierno que parecía eterno, volvió la resistencia mundial contra el
capitalismo o, por lo menos, contra su variante neoliberal. Hacía más de
cuarenta años que no surgía con tanta fuerza un movimiento de este tipo a
escala planetaria. Es verdad que en el curso de las últimas décadas, el mundo
supo de revueltas esporádicas, breves episodios de contestación que perturbaron
en distintos lugares la inexorable propagación de la ley del mercado; nada
comparable, sin embargo, con aquello que conocimos a partir de 2010 en Europa,
en Medio Oriente y en el continente americano.
Pero este resurgimiento demostró también los estragos producidos por el
retroceso de los treinta últimos años: los recursos de que disponen los
trabajadores nunca fueron tan débiles; las organizaciones de izquierda – sindicatos,
partidos políticos– fueron vaciadas de su substancia, si no se volvieron
cómplices del imperio de la austeridad. Y la debilidad de la izquierda no es
únicamente de orden político u organizacional: se confirma asimismo en el plano
teórico.
Un espectacular aplastamiento intelectual acompañó las derrotas
acumuladas. No es que las ideas de transformación social hayan abandonado la
causa: los intelectuales progresistas o radicales continúan enseñando en muchas
universidades, por lo menos en Estados Unidos: pero el sentido mismo de la
radicalidad política cambió. Bajo la influencia de las teorías
posestructuralistas* (los asteriscos remiten al glosario) los conceptos básicos
de la tradición socialista se volvieron sospechosos y hasta peligrosos. Para no
dar sino algunos ejemplos: la idea de que el capitalismo posee una estructura
coercitiva real que pesa sobre cada individuo; que la noción de clase social se
origina en relaciones de explotación perfectamente tangibles, o incluso la
tesis de que al mundo del trabajo le interesa adquirir formas de organización
colectivas –un análisis considerado como propio de la izquierda durante dos
siglos– son consideradas hoy totalmente obsoletas.
El repudio del materialismo y de la economía política, que se inició en
la escuela posestructuralista, terminó por convertirse en ley dentro de la más
reciente de las asociaciones de esta corriente, mejor conocidas hoy en el mundo
académico con el nombre de estudios poscoloniales*. En el transcurso de los
últimos veinte años, la ofensiva contra la herencia conceptual de la izquierda
cambió de bandera: la tradición filosófica francesa cedió el lugar a una vasta
constelación de teóricos no occidentales, provenientes del Sudeste Asiático, y
del Sur en general. Entre los más influyentes (o más visibles), se encuentran
Gayatri Chakravorty Spivak, Homi Bhabha, Ranajit Guha y el grupo indio de
estudios subalternos* (subaltern studies), así como el antropólogo
colombiano Arturo Escobar, el sociólogo peruano Aníbal Quijano y el semiólogo
argentino Walter Mignolo. El punto en común entre ellos es el rechazo a la
tradición de las Luces en su totalidad, condenadas en razón de su universalismo
y de su tendencia a proclamar la validez de ciertas categorías independientemente
de las culturas y de las especificidades locales. ¿Su blanco preferido? Los
marxistas, que sufrirían de una forma avanzada de ceguera intelectual.
Desprecio del marxismo
Para estos últimos, las nociones de clase, de capitalismo y de
explotación son válidas en cualquier lugar y en todas las culturas: parecen tan
pertinentes para aprehender las relaciones sociales en la Europa cristiana como
en la India hinduista o en el Egipto musulmán. Para los que sostienen la teoría
poscolonial, en cambio, estas categorías conducen a un atolladero a la vez
teórico y práctico. Equivocadas en tanto que grilla de análisis, se mostrarían
también improductivas. Al negar la creatividad y la autonomía de los sujetos
políticos, los privarían de los recursos intelectuales necesarios para la
acción. En suma, el marxismo no haría más que encerrar las particularidades
locales en un corsé rígido modelado según el terreno europeo. La teoría
poscolonial no pretende solamente criticar la tradición de la Ilustración:
apunta, nada menos, que a sustituirla.
“El postulado del universalismo constituye uno de los pilares del poder
colonial, pues las características ‘universales’ asociadas a la humanidad
pertenecen en los hechos a los dominantes”, explica por ejemplo una de las
obras más célebres de estudios poscoloniales. El universalismo consolidaría la
dominación al pretender hacer valer a toda la humanidad los rasgos específicos
de Europa. Las culturas no conformes a estas prescripciones se verían
condenadas a un estatuto de inferioridad que las ubicaría bajo una tutoría
implícita y les impediría gobernarse por ellas mismas.
Como lo explican los autores, “el mito de la universalidad revela una
estrategia imperialista […] sobre la base del postulado de que ‘europeo’
significa ‘universal’” (1).
Este argumento combina dos puntos de vista que son el meollo del
pensamiento poscolonial. El primero, de orden formal, sugiere que el
universalismo ignora la heterogeneidad del mundo social y marginaliza las
prácticas o las convenciones consideradas “no conformes”. Y marginar es ejercer
una dominación. El segundo, que va más al fondo de la cuestión, ve al
universalismo como uno de los fundamentos de la hegemonía europea: el mundo de
las ideas se organiza en su mayoría en torno a teorías modeladas en Occidente,
que limitan la reflexión intelectual y las teorías que favorecen la acción
política. Al hacer esto, las somete a una forma de eurocentrismo. La teoría
poscolonial se propone como fin expurgar esta tara congénita al poner en
evidencia su persistencia y sus efectos.
De allí la hostilidad a los “grandes relatos” asociados al marxismo y al
pensamiento de izquierda. Hay que dar lugar ahora a lo fragmentario, lo
marginal, las prácticas y convenciones basadas en la especificidad geográfica o
cultural, que se sustraen a los análisis globalizantes. En el presente conviene
buscar los medios de la acción política (2) en lo que Dipesh Chakrabarty llama
las “heterogeneidades e inconmensurabilidades” de lo regional.
La tradición política nacida de Karl Marx y de Friedrich Engels descansa
sobre dos premisas. La primera postula que, a medida que el capitalismo se
extiende sobre la superficie terrestre, impone sus obligaciones a quienquiera
que cae preso en sus redes. Asia, América Latina, África: cuando se enraíza,
los procesos de producción deben seguir un conjunto de reglas, las mismas en
todas partes. Aunque las modalidades del desarrollo económico y el ritmo del
crecimiento varíen, no dejan de depender por ello de las mismas contingencias,
inscriptas en las estructuras políticas del capitalismo.
Lo común
bajo las diferencias
La segunda premisa da por sentado que el capitalismo, a medida que
asienta su lógica y su dominio, provoca, tarde o temprano, una respuesta de los
trabajadores. Los innumerables ejemplos de resistencia a su depredación en los
cuatro puntos cardinales del mundo, independientemente de las identidades
religiosas o culturales, parecen darles la razón, una vez más, a los teóricos
alemanes. Por más heterogéneas y considerables que sean las
“inconmensurabilidades” regionales, el capitalismo ataca las necesidades
fundamentales propias de todos los seres humanos. Las reacciones que desencadena
varían pues tan poco como las leyes de su reproducción. Las modalidades de esta
resistencia pueden cambiar de un lugar a otro, pero el resorte que la anima se
muestra tan universal como la aspiración al bienestar de todo individuo.
Los dos postulados de Marx y de Engels sirvieron de base a más de un
siglo de análisis y de prácticas revolucionarias.
Su condena en bloque por la teoría poscolonial –que no puede tolerar su
contenido francamente universalista– tiene fuertes implicaciones. ¿Qué queda,
en efecto, de la crítica radical si de su bagaje teórico se suprime el
anticapitalismo? ¿Cómo interpretar la crisis que sacude al mundo desde 2007?
¿Cómo comprender el sentido de las políticas de austeridad si no tenemos en
cuenta la implacable carrera por las ganancias que determina la marcha de la
economía? ¿Qué pensar de la resistencia planetaria que hace escuchar los mismos
eslóganes en El Cairo, Buenos Aires, Nueva York o Madrid si nos negamos a ver
en ello la expresión de intereses universales? ¿Cómo producir un análisis
cualquiera del capitalismo repudiando toda categoría universalizante?
Teniendo en cuenta la gravedad de lo que está en juego, se podría
esperar de los adeptos a los estudios poscoloniales que –por lo menos– dejen de
lado los conceptos de capitalismo y de clase social. Que los consideren
suficientemente operativos para exonerarlos de la sospecha de eurocentrismo.
Pero no sólo estas nociones no les hacen ninguna gracia sino que, para colmo,
les parecen ejemplos de la inanidad básica de la teoría marxista. Para Gyan
Prakash, por ejemplo, “hacer del capitalismo el fundamento [del análisis
histórico] es homogeneizar historias que siguen siendo heterogéneas”.
Los marxistas no pueden aprehender las prácticas exteriores a las
dinámicas del capitalismo más que bajo la forma de vestigios destinados a
desaparecer poco a poco. La idea según la cual las estructuras sociales podrían
analizarse basándose en la dinámica económica que reflejan –su modo de
producción– sería no sólo errónea sino impregnada de eurocentrismo. En resumen,
cómplice con una forma de dominación imperialista. “Como tantas otras ideas
europeas, el relato eurocéntrico de la historia como una sucesión de modos de
producción constituye el paralelo del imperialismo territorial del siglo XIX”,
afirma Prakash (3).
Prácticas globales del capital
Chakrabarty desarrolla el mismo argumento en su influyente obra Provincialiser
l’Europe (4). Según él, la tesis de una universalización del mundo a través
de la expansión del capitalismo reduce las dinámicas locales a simples
variaciones sobre un mismo tema: cada país sólo se define por su grado de
conformidad con una abstracción conceptual, de manera que su propia historia
jamás existe, salvo como nota al pie de página del gran relato de la
experiencia europea. Los marxistas cometerían además el trágico error de
eliminar toda contingencia en su análisis de la evolución del mundo.
Su fe en la dinámica universal del capital los volvería ciegos a las
posibilidades “de discontinuidades, de rupturas y de cambios en el proceso
histórico”. Exenta de las vacilaciones inherentes al libre arbitrio que
caracteriza a la humanidad, la historia tal como la conciben los marxistas se
emparentaría con una línea recta conducente, de manera ineluctable, a un fin
determinado. Como consecuencia de ello, la noción de capitalismo sería no sólo
inadmisible, sino políticamente peligrosa: privaría a las sociedades no
occidentales de la capacidad de construir su propio futuro.
Nadie, sin embargo, niega el hecho de que, en el transcurso del último
siglo, el capitalismo se propagó por el planeta entero, imbricándose en casi
todas las esferas del mundo en otros tiempos colonizado. Echó raíces en nuevas
regiones, comenzando por Asia y América Latina, y afectó necesariamente la
configuración social e institucional.
La lógica de acumulación del capital no dejó indemnes ni a las economías
locales, ni a los sectores no económicos obligados a acomodarse a esta presión
invasora.
Pero aunque el propio Chakrabarty admite que el yugo del capital se
extendió a todo el planeta, se niega a ver en ello una forma de
universalización del mundo. Según él, el capitalismo sería verdaderamente
vector de universalización si, y solo si, todas las prácticas sociales se
subordinaran a su ley. “Jamás, ninguna forma histórica de capital, aunque fuera
de alcance mundial, podría ser universal”, sostiene. “Sea mundial o local,
ningún tipo de capital podría representar la lógica universal del capital, en
la medida en que toda forma históricamente determinada resulta de un compromiso
temporario” entre su aspiración hegemónica y la inflexibilidad de las
costumbres y de las convenciones locales. En suma, según él, sólo se podría
hablar de universalización si el capital hubiera conquistado las relaciones
sociales en su totalidad, privándolas de toda forma de autonomía. Es como para
creer que los señores capitalistas recorren el globo con un contador Geiger en
la mano con la idea de evaluar la compatibilidad de cada práctica social con
sus propios intereses.
Más verosímil parece otro panorama: los capitalistas intentan extender
su dominio y asegurarse el mejor retorno posible de sus inversiones; mientras
nada se oponga a ello, poco les importan las convenciones y las costumbres
locales. Sólo cuando el entorno constituye un obstáculo a sus objetivos
–estimulando, por ejemplo, la indisciplina de los trabajadores, achicando sus
mercados, etc.– nace la necesidad de imponer ajustes y, llegado el caso,
alterar las costumbres sociales. Fuera de este caso particular, las “diferentes
maneras de ser en el mundo”, en una u otra latitud, dejan totalmente
indiferentes a los capitalistas.
Parece difícil que la globalización no implique una forma de
universalización del mundo. Las prácticas que se expanden a todas partes pueden
ser descritas legítimamente como capitalistas y, por ello mismo, se han vuelto
universales. El capital avanza y somete a una porción cada vez más importante
de la población. Haciéndolo, construye un relato que vale para todos, una
historia universal, la del capital.
Necesidades humanas básicas
Los teóricos del poscolonialismo admiten de la boca para afuera el reino
del capitalismo global, aun cuando le niegan su sustancia. Pero lo que los
coloca aún más en apuros es el segundo componente del análisis materialista, el
relacionado con fenómenos de resistencia. Es verdad, admiten sin dificultad,
que el capitalismo siembra la rebeldía a medida que se propaga: la celebración
de las luchas obreras, campesinas o indígenas constituye incluso una figura
obligada de la literatura poscolonial, que parece en este punto estar de
acuerdo con el análisis marxista. Pero, mientras que este último concibe la
resistencia de los dominados como la expresión de sus intereses de clase, la
teoría poscolonial hace caso omiso de las relaciones de fuerzas objetivas y
universales deliberadamente. Para esta teoría, cada hecho de resistencia
resulta de un fenómeno local, específico de una cultura, de una historia, de un
territorio dado –jamás de una necesidad propia del conjunto de la humanidad–.
A los ojos de Chakrabarty, unir las luchas sociales a intereses
materialistas significa “asignar [a los trabajadores] una realidad burguesa,
puesto que es sólo en el marco de un sistema de racionalidad como ese que
la ‘utilidad económica’ de una acción (o de un objeto, de una relación, de una
institución, etc.) se impone como razonable” (5). Escobar escribe también: “La
teoría posestructuralista nos invita a renunciar a la idea liberal del sujeto
en tanto que individuo hermético, autónomo y racional. El sujeto es el producto
de discursos y de prácticas históricamente determinadas en un gran número de
campos” (6). Cuando el capitalismo provoca oposiciones, estas deben ser
comprendidas como la expresión de necesidades circunscritas a un contexto
particular. Necesidades forjadas no sólo por la historia y por la geografía,
sino también por una cosmología que se sustrae a toda tentativa de inclusión en
los relatos universalizantes de la Ilustración.
No cabe ninguna duda de que los intereses y los deseos de cada individuo
están culturalmente determinados: en este plano, no hay manzana de la discordia
entre teóricos poscoloniales y progresistas más tradicionales. Pero, para no
dar más que un ejemplo, ninguna cultura en el mundo condiciona a sus sujetos a
desinteresarse de su bienestar físico. La satisfacción de algunas necesidades
fundamentales –alimento, vivienda, seguridad, etc.– se impone bajo todos los
cielos y todas las épocas, pues es necesaria para la reproducción de la
cultura. Por lo tanto, se puede afirmar que algunos aspectos de la acción
humana escapan a las invenciones de las culturas, si por esto se entiende que
no son específicas a tal o cual comunidad. Reflejan una psicología humana no
específica de un período o de un lugar, un componente de la naturaleza humana.
Esto no significa que nuestra alimentación, nuestros gustos en materia
de vestimenta o nuestras preferencias sobre el tipo de vivienda no dependan de
un conjunto de rasgos culturales y de contingencias históricas. Los adeptos del
culturalismo* no se privan de hacer valer, por otra parte, la diversidad de
nuestras formas de consumo como una prueba de que nuestras necesidades están
culturalmente construidas. Pero tales obviedades no dicen nada de la común
aspiración de los hombres a no morir de hambre, de frío o de desesperación.
Ahora bien, el capitalismo se nutre, precisamente, de esta preocupación
humana por el bienestar, dondequiera que se instala. Como lo observaba Marx, la
“siniestra imposición de las relaciones económicas” alcanza para lanzar a los
trabajadores a las redes de la explotación. Esto es verdadero
independientemente de las culturas y de las ideologías: desde el momento en que
ellos poseen una fuerza de trabajo (y nada más), la venden, pues es la única
opción de que disponen para acceder a un nivel mínimo de bienestar. Si su
entorno cultural los convence de enriquecer a su patrón, están libres de
negarse, por supuesto, pero esto significa, como lo demostró Engels, que son
libres de morir de hambre (7).
Aunque sirve de fundamento para la explotación, este aspecto de la
naturaleza humana alimenta también la resistencia. Es la misma imperiosa
necesidad material la que precipita la mano de obra a los brazos de los
capitalistas y la que la lleva a rebelarse contra los términos de su sujeción.
Pues el afán desmedido de ganancias incita a los empleadores a recortar los
costos de producción y por lo tanto a reducir la masa salarial. En los sectores
sindicalizados o de mayor plusvalía, la maximización de las ganancias no excede
ciertos límites, permitiendo así que los trabajadores se preocupen por su nivel
de vida más bien que de la lucha por la supervivencia cotidiana. Pero en lo que
se ha dado en llamar el “Sur”, como también en un número creciente de sectores
del mundo industrializado, sucede de otra manera.
La indigencia de los salarios se combina a menudo con otras formas de
optimización de las ganancias: máquinas obsoletas que se trata de rentabilizar
hasta su último suspiro, sobrecarga en el trabajo, prolongación de horarios,
falta de pago los días de enfermedad, desconocimiento de accidentes, ausencia
de jubilación y de derecho de huelga, etc. En la inmensa mayoría de las
plataformas donde prospera el capital, la ley de acumulación arruina
sistemáticamente la vocación de bienestar de los trabajadores. Cuando estallan
movimientos de protesta, con frecuencia es para reclamar el estricto mínimo vital
y no más, como si las condiciones de vida decente se hubieran convertido en un
lujo inconcebible.
La primera fase del proceso, o sea la sumisión al contrato de trabajo,
permite al capitalismo fijarse y expandirse en cualquier parte del mundo. La
segunda etapa, la resistencia a la explotación, engendra una lucha de clases en
todas las zonas sobre las cuales el capitalismo echó el ojo –o, más
exactamente, engendra la motivación por la cual luchar: que ésta culmine
o no en formas de acción colectiva depende de un vasto abanico de factores
contingentes–. Sea como fuere, la universalización del capital tiene por
corolario la lucha universal de los trabajadores con la perspectiva de
asegurarse su subsistencia.
Que de un mismo componente deriven estas dos formas de universalismo de
la naturaleza humana no significa de ninguna manera que el asunto termine allí.
Para la mayoría de los progresistas, entran en juego otros componentes, otras
necesidades que superan cómodamente las barreras culturales: por ejemplo, la
aspiración a la libertad, o a la creación o, incluso, a la dignidad. La
humanidad no es, por cierto, reductible a una necesidad biológica; pero de
todos modos hay que admitir la existencia de esta necesidad, aun si parece
menos noble que otras, y darle el lugar que merece en los proyectos de
transformación social. El hecho de que la cultura intelectual de izquierda
desestime esta evidencia no es un signo tranquilizador en cuanto a su estado de
salud.
Los estudios poscoloniales jugaron un papel fecundo por más de un
motivo. Contribuyeron al impulso de la producción literaria en los países del
Sur. En la regresión intelectual que marcó las décadas de 1980 y 1990,
reavivaron la llama del anticolonialismo y recuperaron el crédito a la crítica
del imperialismo. Sus ataques contra cierta arrogancia eurocéntrica no tuvieron
sólo efectos indeseados, lejos de ello. Pero la contrapartida es pesada: al
mismo tiempo que el capitalismo revitalizado expande con mayor intensidad su
fuerza destructiva, en las universidades estadounidenses la teoría de moda
consiste en desmantelar algunos sistemas conceptuales que permiten comprender
la crisis y esbozar perspectivas estratégicas.
Los popes del poscolonialismo desperdiciaron hectolitros de tinta en
combatir molinos de viento que ellos mismos montaron. Y, de paso, alimentaron
el resurgimiento del nativismo y del orientalismo*. Pues su objetivo no se
limita a privilegiar lo local sobre lo universal: su valorización obsesiva de
las particularidades culturales, presentadas como el único motor de la acción
política, paradójicamente renovó la imaginería exótica y deprimente que las
potencias coloniales tenían sobre sus conquistas.
A lo largo del siglo XX, los movimientos anticolonialistas estaban de
acuerdo en denunciar la opresión en cualquier parte que ella operara, en razón
de que atentaba contra las aspiraciones comunes de los seres humanos. Hoy, en
nombre del antieurocentrismo, los estudios poscoloniales regurgitan un
esencialismo cultural que la izquierda consideraba, con razón, como una base
ideológica de la dominación imperial. ¿Qué mejor regalo para ofrecer a los
dictadores que avasallan los derechos de sus pueblos que invocar las culturas
regionales para desacreditar la idea misma de derechos universales? La
renovación de una izquierda internacionalista y democrática seguirá siendo un
voto piadoso mientras no se hayan despejado estas representaciones anticuadas,
y se hayan reafirmado los dos universalismos que se oponen: nuestra humanidad
común y la amenaza capitalista.
1. Bill Ashcroft, Gareth Griffins y Helen Triffin, The Postcolonial
Studies Reader, Routledge, Londres, 1995.
2. Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’ Europe. La pensée
postcoloniale et la différence historique, ediciones
Amsterdam, París, 2009.
3. Gyan Prakash, “Postcolonial criticism and Indian historiography”, Social
Text, Nº 31-32, Durham (Carolina del Norte), 1992 .
4. Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’ Europe, op. cit.
5. Dipesh Chakrabarty, Rethinking Working Class History: Bengal
1890-1940, Princeton University Press, 1989.
6. Arturo Escobar, “After nature : steps to an anti-essentialist
political ecology”, Current Anthropology, Vol. 40, Nº 1, Chicago,
febrero de 1999.
7. Friedrich Engels, La Situation de la classe ouvrière en Angleterre,
Editions Sociales, París, 1960 (1ª ed.: 1844).
* Profesor asociado al Departamento de Sociología de la Universidad de
Nueva York. Autor de Postcolonial
Theory and The Specter of Capital, Verso, Londres, 2013. Una versión de este texto fue publicada en la
edición 2014 de la revista Socialist Register.
Fonte: Le Monde Diplomatique
Fonte: Le Monde Diplomatique
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