Carlos Ayala Ramírez*
Según la Organización de las Naciones Unidas para la
Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), uno de cada
cuatro niños menores de cinco años en el mundo padece retraso del crecimiento.
Esto significa que 165 millones de niños están tan malnutridos que nunca
alcanzarán todo su potencial físico y cognitivo. Aproximadamente, 2 mil
millones de personas en el mundo carecen de las vitaminas y minerales
esenciales para gozar de buena salud. Unas 1,400 millones de personas tienen
sobrepeso; de estas, alrededor de un tercio son obesas y corren el riesgo de
sufrir cardiopatías, diabetes y otros problemas de salud. Las mujeres
malnutridas tienen más probabilidades de dar a luz a niños con bajo peso, que
inician su vida con un riesgo mayor de padecer deficiencias físicas y/o
cognitivas. De acuerdo a la FAO, la malnutrición de las madres es una de las
principales vías de transmisión de la pobreza de generación en generación.
El hambre y la malnutrición, pues, matan
progresivamente a más personas cada año que el sida, la malaria y la
tuberculosis juntas. Los datos mundiales siguen siendo dramáticos: 870 millones
de personas pasan hambre; las mujeres, que constituyen un poco más de la mitad
de la población mundial, representan más del 60% de las personas con hambre; la
desnutrición aguda mata cada día a 10 mil niños. Este último dato, por sí
mismo, es escandaloso y sería suficiente argumento para transformar de raíz el
actual sistema alimentario, cuya inequidad genera más muertes que cualquiera de
las guerras actuales. O quizás estamos ante otro tipo de guerra, esta vez
silenciosa.
En el caso de El Salvador, de sus 262 municipios, 188
están en el grupo de población con desnutrición media; 28, con alta; y siete,
con desnutrición muy alta. El resto aparece en el grupo de baja y muy baja. Si
nos atenemos a estos datos, no podemos hablar de hambruna en el país, pero eso
no implica desconocer la realidad de miles de familias que siguen sufriendo la
angustia y la incertidumbre de la inseguridad alimentaria.
Eduardo Galeano, en su libro Los hijos de los días,
habla de las guerras calladas. Denuncia que la pobreza, con todas sus secuelas,
no estalla como las bombas ni suena como los tiros, pero igual produce muerte.
Y con agudeza crítica señala que “de los pobres, sabemos todo: en qué no
trabajan, qué no comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no
piensan, qué no votan, en qué no creen. Solo nos falta saber por qué los pobres
son pobres. ¿Será porque su desnudez nos viste y su hambre nos da de comer?”.
El 16 de octubre se celebra el Día Mundial de la
Alimentación con el propósito de dar a conocer y destacar los problemas
relacionados con el hambre. Este año, el lema central es “Sistemas alimentarios
sostenibles para la seguridad alimentaria y la nutrición”. Tres son los
mensajes centrales enviados al mundo y a los tomadores de decisiones políticas
y económicas. Primero, una buena nutrición depende de las dietas saludables;
segundo, estas dietas exigen sistemas alimentarios que posibiliten el acceso a
alimentos variados y nutritivos; tercero, los sistemas alimentarios saludables
solo son posibles con políticas e incentivos concretos y coherentes. Para la
FAO, las políticas gubernamentales deben enfrentar directamente las causas de
malnutrición, entre las que figuran la insuficiente disponibilidad de alimentos
saludables, variados y nutritivos, y el limitado acceso a ellos; la falta de
acceso a agua salubre, saneamiento y atención sanitaria; y las formas
inapropiadas de alimentación infantil y de dietas de los adultos.
Así, este año se pone énfasis en la malnutrición, más
que en el hambre, lo cual supone que se tiene algo qué comer, aunque no sea lo
más nutritivo. Supone, además, que el aumento de la producción de alimentos no
garantiza por sí sola una nutrición adecuada. Ahora bien, sin menospreciar el
valor de este enfoque, hay que tener presente, si se quiere una solución
estructural, que el mayor obstáculo para la superación del hambre y la
malnutrición en el mundo es la falta de avances en la consecución de un
desarrollo equitativo y de medios de vida más sostenibles no solo para los
grupos más vulnerables, sino para el conjunto de la sociedad. Y eso pasa,
necesariamente, por reducir las enormes disparidades en el mundo y en cada
país.
En América Latina, por ejemplo, la brecha entre ricos
y pobres ha aumentado. El 20% de la población más rica tiene en promedio un
ingreso per cápita casi 20 veces superior al ingreso del 20% más pobre. El
hecho de que 47 millones de personas sufran hambre en la región se explica en
buena medida por esta concentración de la riqueza tan desigual como injusta.
Por otra parte, se afirma que para salvar a los que padecen hambre en el mundo
se requieren unos 30 mil millones de dólares anuales. Una cifra pequeña si la
comparamos con los gastos militares de Estados Unidos en 2012: 682 mil millones
de dólares. Está claro que en el mundo es más importante la seguridad militar
que la seguridad alimentaria, los gastos para la guerra que los gastos para la
vida. Otra cifra escandalosa la representan las 1,300 millones de toneladas de
alimentos que cada año se tiran a la basura en lugar de orientarlas a la
reducción del hambre y la malnutrición.
Estos datos sobre hambre, malnutrición, gastos
militares, concentración de riqueza y desperdicio de alimentos remiten a
muerte, directa o indirectamente. Y en este contexto, resultan proféticas y
esperanzadoras las palabras de Jesús de Nazaret: “Dichosos ustedes los que
tienen hambre ahora, porque serán saciados… Pero ¡ay! de ustedes los que ahora
están saciados, porque van a pasar hambre”. Hay aquí un primer paso para cargar
con la realidad de los que pasan hambre y malnutrición: se ha escuchado su
clamor y se les ha sacado de su inexistencia haciendo central su situación;
condiciones necesarias para decidirse a trabajar por la justicia y poner fin a
las guerras silenciosas del presente.
*Director de Radio YSUCA
Fonte: Alai,
15/10/2013
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